La mente humana todo lo puede, hasta llevar sobre si el peso de la muerte sin sentir remordimientos. Apenas habían pasado los primeros ocho días del año y allí estaba la muerte siendo llamada, clamada por mentes necesitadas de ser atrapadas, mentes confundidas.
La muerte entró esa mañana en casa de torcedores, comerciantes y estudiantes, niños y mujeres en casa, se deleitó mirando a los ojos de fumadores y borrachos empedernidos pronosticando un encuentro cercano, examinó a temerarios corredores de autos y policías de servicio, inquirió en la sede de la hermandad de costureras de Tenerife, a saber si por los años allí reunidos y en el hospital municipal, esquivó el cementerio de Vilaflor y no se detuvo hasta llegar a la casa de san agustin y bertin donde la psicóloga alemana Helen Kaunmam, reunida con treinta y dos personas la invocaban desde hacía meses.
Allí estaban reunidos niños y mujeres, con sus hombres, sentados en un tenebroso círculo de miedo y silencio y ordenados por familia sobre unos sencillos muebles de encina. La jefa de la secta debe haberse percatado en ese segundo que la muerte suele aparecer por sí sola, y fracasa alguna vez, pero si se le llama, no pierde oportunidad. Nunca se supo que se conversaba en aquella cena de despedida.
En apenas minutos quedaban detenidos la doctora y sus treinta y dos seguidores allí presentes. Los mismos que en su alma solo escuchaban llanto y que jamás podrían entender lo que se avecinaba: nubarrones de dudas, críticas de la familia, deseperanza y hasta la incertidumbre. Mientras la mente andaba conquistada por tales designios no preguntaban ni por aquellos que más quieren y hasta parecía una verdad, que una vez sacrificados ese día a las ocho de la noche sus cuerpos serían recogidos en el crater del Teide para emprender una nueva vida.
Quienes parten al encuentro de la muerte por desgaste de las neuronas y dejan detrás una vida segura, generalmente suelen partir después del silencio. “A lo mejor buscan regufio en ese vacío”, declaró mas tarde la psícologa. Eso fue lo que mas hubo: silencio solo interrumpido por la caída involuntaria de algunos frascos de las manos de los jovenes agentes de la asociación que recogían meticulosamente los contenedores de alimentos presumiblementes envenenados para la consumación del suicidio.
Justo cuando el reloj marcaba las nueve de la noche, sonó el télefono en la casa del profesor Carlos Martín Ferrer, ubicada frente al mar en la ciudad de Telde, en la vecina isla de Gran Canaria. Al responder sabía por el identificador que la llamada la hacían desde el télefono de Patricia.
▬ ¿Martin, eres tú?▬preguntó una voz muy femenina casi sollozando▬, perdoname una y otra vez por abandonarte justo ahora, pero en estos momentos de mi vida necesito creer en algo.
La sentencia pareciera determinante antes de que se cortara la comunicación. Ese noche se detenía el intento de suicidio colectivo de una secta, pero nacía otra más poderosa y cruel de las manos de uno de los díscipulos de la psicologa alemana quien nunca llegó a la cena y para quién junto a una invitada desconocida esperaban pacientes y vacías las dos sillas del circulo del silencio.